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domingo, mayo 19, 2024
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La Iglesia Católica celebra hoy a Santa Rosa de Lima

Cada 30 de agosto la Iglesia Católica en algunos países celebra de manera universal a Santa Rosa de Lima (1586-1617), patrona de Perú, América y Filipinas.

En su país natal, el día destinado para celebrarla es el 30 de agosto -es decir, una semana después de su fiesta universal- y su celebración tiene rango de solemnidad litúrgica -día de precepto o de guardar-, es feriado civil y religioso.

Santa Rosa, primera santa de América, solía decir: “Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús”. ¡Sirvamos al hermano que está en necesidad!

Isabel Flores de Oliva, su nombre de pila, nació en Lima (Perú) el 20 de abril de 1586 y fue bautizada el 25 de mayo de ese mismo año. Aunque su nombre era Isabel -puesto en honor a su abuela materna-, una india que servía a la familia Flores de Oliva empezó a llamarla de cariño “Rosa”, debido a la belleza del color de sus mejillas. Poco a poco, esa forma cariñosa de llamar a la niña la adquirieron sus propios padres y el entorno familiar.

Rosa recibió una esmerada educación -con un acento especial en la formación espiritual-, gracias a la cual tuvo noticia de la figura y legado de Santa Catalina de Siena, a quien admiraría toda su vida.

A los once años ‘Rosita’ se mudó con su familia a Quives, un pueblo ubicado en las serranías de Lima, a consecuencia de los problemas económicos acarreados por el fracaso de su padre en la explotación de una mina. Ciertamente fueron tiempos difíciles para los Flores de Oliva, pero también de profusas bendiciones.

Una de esas bendiciones tuvo lugar en 1597: Santo Toribio de Mogrovejo, entonces Arzobispo de Lima, en visita pastoral a Quives, le administró el sacramento de la Confirmación. El encuentro con el también santo fue muy significativo. Fue Santo Toribio quien ‘oficialmente’ le cambiaría de nombre: de acuerdo a la costumbre, el confirmando podía pedir y recibir un nuevo nombre; Isabel no perdió tiempo y pidió el de “Rosa”.

Crucificada con Cristo

Al cumplir los 20 años, Rosa regresó a Lima, capital del virreinato, con su familia. La joven empezó a trabajar buena parte del día en el huerto y durante la noche cosía ropa para las familias pudientes de la ciudad, con lo que se hacía de un dinero para ayudar al sostenimiento del hogar. A pesar de esa situación, Rosa era una joven muy feliz. Y no lo era por casualidad: para ese momento, la santa ya dedicaba horas enteras a la oración y a la práctica de la penitencia.

A medida en que su amor por el Crucificado se hacía más intenso, se sintió inspirada para una entrega mayor a Dios. En su alma empezó a rondar la idea de hacer un voto de virginidad.

Rosa se descubría llamada a esforzarse por asistir a Misa con frecuencia y así recibir la Comunión. Con cierta naturalidad, su alma se fue abriendo de a pocos a nuevas dimensiones: la mística y la contemplación. Casi sin darse cuenta, se estaba convirtiendo en signo de contradicción para una ciudad que flaqueaba en su identidad cristiana, cuando no caía simplemente presa de la frivolidad.

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